Se acercaba el final
del año y también el de las obligaciones laborales para Ana, que ya cumplía
más de un mes en su primer trabajo formal. Ella, estudiante de Administración
Pública, por primera vez había recibido dinero a cambio de lo aprendido en la
universidad y la gratificación personal se desbordaba en ganas de disfrutar
todo el dinero en fiesta, marihuana y cerveza. No había tiempo de pensar en
cosas materiales. Era el momento de gozar, después de todo, ya se había
terminado la guía de riesgo en salud en la que había participado durante todo
el mes. Era el 30 de diciembre.
Ana, y su compañero
de trabajo Carlos, tomaron un bus directo desde Suba hasta La Candelaria donde
esperaban que comenzara el descontrol. Porque así fuera lunes, al otro día se
acababa el año, así que en las calles se respiraba el constante ambiente de
esas fechas que convierte cualquier día en viernes.
Una vez llegados al
centro el rumbo no podía ser otro, la famosa plaza del Chorro de Quevedo los
esperaba. Allí, Ana quería empezar la previa de un día que prometía mucho: Se
iba el 2013, las ganas abundaban, la hierba estaba y el dinero sobraba.
Solamente faltaban unas birras para calmar la sed y darle apertura a ese lunes
convertido en viernes que pedía a gritos ser disfrutado. De camino por la 19,
un éxito en un segundo piso fue el lugar escogido por Carlos, para equiparse de
cervezas y subir “con todos los juguetes” al chorro. Ya eran las tres de la
tarde.
Ana y su amigo ya
estaban en el chorro y era el momento de comenzar a darle forma al primer porro
de la tarde. La marihuana que tenían ya llevaba varios días con Ana y era de
tan buena calidad que no te daba más de tres minutos de seriedad, hablaras de
lo que hablaras te cagabas de la risa. En los minutos en que se estaba gestando
el primer porro llegó la policía, eran dos bachilleres y un patrullero. Empezaron
a pedir documentos y a decomisar el alcohol que se estaba consumiendo en el
sitio (hace unos años se había lanzado la campaña “el chorro no es para el
chorro” y el control de la policía se había incrementado notablemente) y
llegaron hasta el lugar exacto donde se encontraban Ana y Carlos.
Uno de los bachilleres
le pidió a Ana que le dejara ver sus manos, en una de ellas tenía toda la
hierba. Como era de esperarse, ella mostró la mano que estaba “limpia” a lo que
el bachiller respondió: la otra. Con la posibilidad de dejar caer la marihuana
y generar sonido, Ana decidió afrontar el momento y mostró sin ningún problema
su mano. El bachiller inmediatamente llamó a su superior para que observara lo
hallado. El patrullero decomisó la marihuana e inmediatamente, y con el clásico
tono agresivo que usan los policías en las calles de Bogotá, comenzó a pedirle
datos personales a Ana para realizar la amonestación por porte de sustancias
ilícitas. Así lo que le hubiesen encontrado a ella fuera mucho menos de la dosis personal permitida en
Colombia que es de 20 gramos en el caso de la marihuana.
Uno pensaría que los
policías que hacen este tipo de amonestaciones por cantidades que están
contempladas dentro de la ley, desconocen la misma. Pero al visitar una
estación de policía y conversar del tema con los patrulleros, nos dimos cuenta
que ellos tienen claro que una persona que tenga menos de 20 gramos de
marihuana y manifieste que es para uso personal, no está infringiendo en ningún
momento la ley, pero lamentablemente concluye un policía con tono autoritario: “una
cosa es lo que diga la ley, otra lo que diga mi general”.
Ana, al sentir la
agresividad del agente de policía y la cantidad de datos personales que tenía
que entregarle al oficial, le responde sarcásticamente: “si me va pedir tantos
datos al menos invíteme a salir”. Comentario que genera risas entre las
personas que se encontraban al lado y sobre todo en los bachilleres. Esto
generó el enojo radical del patrullero que amenaza a Ana con retenerla por
no respetar a la ley. Ella con argumentos aprendidos en la universidad y llena
de valentía le contesta en la cara “¡Usted no es la ley!”, el policía emputado,
decide subirla a su patrulla diciendo que la llevará a la estación del Rosario,
unas cuadras más abajo.
Carlos, que hasta ese
momento mantuvo la calma, decidió intervenir para decirle al patrullero que si
iban a llevar a Ana pues él también iría con ellos. Ya con los dos en la
patrulla, el policía le habla en forma retadora a Ana y le muestra como aplasta
su pipa con las botas diciendo: “mire lo
que hago con esta mierda” esto le quita toda la calma que había ganado en los
últimos minutos Ana, y termina respondiendo con insultos, gritándole en la
cara: “cerdo hijueputa”. La patrulla arranca y el viernes vuelve a ser lunes,
un lunes cada vez más gris.
La patrulla paró en la estación del Rosario, subió a un atracador del centro y empezó su marcha hacia la UPJ con Ana y Carlos a bordo. Una vez llegados, Ana no sabe dónde se encuentra por lo que empieza a preguntarle a los policías por el lugar exacto al que la han llevado. Carlos es desvestido e ingresa a la UPJ y deja sola a Ana que recibe un papel que debe firmar según un responsable de derechos humanos para quedar en libertad inmediatamente. Ana lo firma sin leer y es dejada en libertad gracias a su ropa y su pinta de “gomela” que despertó compasión en los policías que la recibieron en el establecimiento reclusorio, pues temían de lo que podía pasar con ella adentró con mujeres que no habían sido retenidas por querer fumarse un porro…
En la entrevista que le
hicimos a los policías en la estación nos comentaban que en julio de 2013 en la
estación de Los Martirez tuvieron que firmar un acta en el cual se comprometían
por cuadrante a completar un cupo de 20 personas para llevar la UPJ, si no
tenían problemas con los superiores. Omaira Vargas, patrullera de la policía,
nos decía que lamentablemente la mayoría de policías completaban ese cupo con
las personas que tocara. El otro patrullero (que quiso que no mencionáramos su
nombre) decía que ese cupo se completa dependiendo el agente de policía: “Si a
usted se la quieren montar, se lo cargan porque sí”. Esto último fue
exactamente lo que le paso a Ana, ya que la única alternativa legal para retenerlos
habría sido que estuviesen comercializando la marihuana. Y si la estaban
consumiendo en espacio público lo único que podían hacer era decomisarla. La
patrullera Vargas termina la entrevista expresándonos su malestar hacia la
institución, pues ha observado casos en los que muchachos que han sido
encontrados con un solo cigarrillo de marihuana, se le has puesto muchos gramos
más para sobrepasar la dosis personal y además armas que no portaban y así
poder justificar la reclusión en la UPJ que dicen los policías fue creada para
evitar homicidios en la ciudad.
Volviendo a la historia, Ana pasó las horas en frente de la UPJ, esperando que se cumplan las 9 de la noche, hora en que los policías le dijeron que dejarían salir a Carlos. Ella intenta llamar a sus amigos para no pasar tantas horas sola en un lugar tan desértico, pero sólo uno respondió el celular y pasaban las horas y no llegaba. No le quedo otra opción a Ana que hacerse amiga de las mamas y mujeres embarazadas de muchachos que estaban dentro de la UPJ por robos y riñas. Mientas Ana hablaba con las desconocidas, llega un camión llenó de jóvenes muy mal vestidos y con caras de haber sido sorprendidos cometiendo graves delitos. Los muchachos le piden a Ana “un plon” de un cigarrillo que ella se fumaba, luego de dárselos y al ver que son tantos decide comprarles jugos para que se refresquen mientras entran a la UPJ, los policías molestos responden: “no pues, tan amable” Ana enojada se limita a responderles entre los dientes.
Pasaron las horas y un
amigo de Ana llegó acompañarla en las afueras de la UPJ. Ya era de noche,
ella ya había pasado toda la tarde ahí esperando a su amigo, que estaba
retenido por no dejarla en problemas sola. Pasó un poco tiempo más y por fin
Carlos quedó en libertad, con todo el dinero que tenían esa noche lo único que
pudieron disfrutar fue medio pollo que se comieron de camino a casa de Ana.
La marihuana, la cerveza y la fiesta por la recompensa al deber cumplido quedo
aplazada. La tranquilidad volvió a Ana, pero el enojo y el desprecio hacia
la policía ahora es más grande, no porque le hayan dañado una noche de rumba un
30 de diciembre, sino sobre todo porque fue tratada como una delincuente por el
único hecho de tener marihuana y querer fumarse un porro con su amigo, pero
sobre todo por no bajarle la cabeza y el tono de voz al patrullero que se
sintió, como muchos otros, con el poder de proceder a su antojo, sin pensar por
un solo momento si la ley que estaba defiendo lo autorizaba para quitarle la
libertad por unas horas a Ana y Carlos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario